Una historia de Navidad cuando esta, aun no existía. (Parte V)

Pocos días después… - ¡Ya vienen, ya vienen!, gritó Hugo mientras corría hacía los carruajes que llegaban cargados de mercancías. Eleonor, con la ayuda de Julia, sacó un cubo de agua fresca y un cazo para ofrecer a los recién llegados. -Tendréis sed, hace mucho calor. Dijo la anciana...
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MOMENTO DE DECIR LA VERDAD

Pocos días después…

– ¡Ya vienen, ya vienen!, gritó Hugo mientras corría hacía los carruajes que llegaban cargados de mercancías.
Eleonor, con la ayuda de Julia, sacó un cubo de agua fresca y un cazo para ofrecer a los recién llegados. 
-Tendréis sed, hace mucho calor. Dijo la anciana.
Una vez se refrescaron y descansaron, se disponían a descargar, cuando vieron acercarse a Pier y a Matilde.
-¿Pero qué ha pasado? Preguntó Wakanda, muy preocupada, al ver el aspecto de los chicos.

Todos se giraron hacía los muchachos, murmuraron sorprendidos.
– Madre, quiero pedirle perdón, desobedecí y éstas son las consecuencias. Luego se dirigió a los padres de Matilde. – Por favor, quiero que entiendan que Matilde no tuvo la culpa. Toda la culpa es mía y la asumo, dijo Pier muy avergonzado.

-¡No Pier!, la culpa es de los dos. Yo quise acompañarte, argumentó Matilde.

-¿Pero qué ha pasado? ¿Que habéis hecho? preguntó Mikel con asombro.

Los chicos se miraron entre sí…

-¡Pero queréis hablar de una vez por todas!, dijo Wakanda muy alterada.

Pier y Matilde explicaron todo lo acontecido. Los aldeanos los escucharon casi sin interrumpir.

Mikel e Isabel, se echaban las manos a la cabeza. Wakanda no podía aplacar la furia que sentía.

-Sabéis que esto no se puede quedar así, ¿verdad?, espetó Isabel.
Los dos jóvenes asintieron sin levantar la mirada del suelo. 

Fuese cual fuese el castigo impuesto, no podría superar la inmensa vergüenza que sentían los dos chicos por haber decepcionado a todos los aldeanos y en especial a sus padres.

Matilde pasó el resto del verano, sin poder alejarse más allá de las lindes de su casa. Tampoco podía ir a visitar a Eleonor.
Pier, solo podía salir para trabajar con los hombres, cortando leña y preparando la tierra para la siembra. Pero lo que peor llevaba, es que su madre apenas le dirigía la palabra.

Y así se fue alejando el verano. Con la entrada del otoño, había más trabajo en la aldea, pues los lugareños tenían que hacer acopio de víveres, plantas, leña… Preparar la caza y la pesca para secar la carne y almacenarla. Se intensificaba la recolecta de frutos y se recogían las setas. 

Pier estaba cada día más fuerte. El trabajo duro fortalecía sus músculos y hasta se notaba más alto. Wakanda poco a poco fue retomando la normalidad en la relación con su hijo y eso le devolvió la alegría al muchacho.

Matilde también se recuperó de sus heridas. Gracias a su buen comportamiento y habiendo cumplido el castigo en su totalidad, pudo volver a juntarse con sus amigas y con Pier.

Una tarde de octubre, todos los chicos se encontraban en el granero de la abuela apilando troncos de madera. 
– ¿Alguna vez pensáis en lo que os sucedió en la montaña? preguntó Emma con curiosidad.
– Todos los días de mi vida, contestó Pier.
– Igual que yo, dijo Matilde
– ¿Sabéis? no dejo de preguntarme ¿por qué la montaña nos rechazó?, se preguntó el muchacho.
– ¿Pero sigues creyendo que es una montaña sagrada en la que vive una diosa?, ¿después de lo que os pasó?, ¡es increíble!, dijo Julia.
– Yo sé que es verdad, lo siento en mi corazón. Nunca dejaré de creer. 
– La montaña nos rechazó por alguna razón. Argumentó Pier con contundencia, – y sé que un día lo averiguaré.

– ¿Y tú que piensas Matilde? preguntó Emma.
– Prefiero no hablar de eso, contestó con tristeza.
– Eso quiere decir que aprendiste la lección y que te has dado cuenta de que no hay nada de mágico ni sagrado en aquél lugar. Espetó Emma.
– No!, dijo Matilde levantando la voz. Vosotras no podéis entenderlo. Jamás habéis estado allí. Creo en la Diosa de la montaña y estoy de acuerdo con Pier. Por algún motivo nos rechazó. Pero prometí a mis padres que no volvería a hablar de ello y que nunca intentaría volver. Y por favor, cambiemos de tema.

Todo transcurría con normalidad en la aldea. La cosecha había sido buena y los establos estaban a rebosar de provisiones. Los hombres se dedicaban a reparar los tejados y las ventanas de las viviendas. 

La casa de Eleonor era la más grande. En los días más duros del invierno, solían reunirse allí algunas familias con la excusa de hacer agradables tertulias, dar clase a los niños y pasar el tiempo de forma divertida. Pero la razón más importante, era cuidar de la anciana. Le tenían mucho cariño, la respetaban y la admiraban. Era una mujer sabia y había aprendido las técnicas sanatorias de los Cree y algunos de sus rituales sagrados. A ella le encantaba tener la casa llena de gente. Preparaba pan, tortas de maíz y deliciosas infusiones frutales que impregnaban la estancia de un suave y agradable aroma.

En noviembre comenzaron a caer las primeras nevadas. El frío helador del norte se había instalado. Esta circunstancia provocaba que las rutinas de los lugareños cambiaran. Se levantaban un poco más tarde y por las tardes, al caer el sol, se refugiaban en sus casas al calor del fuego. 

LA ENFERMEDAD DE WAKANDA

El cuatro de noviembre, Pier se despertó muy pronto. No había dormido bien. Escuchó a Wakanda toser toda la noche. 
Se levantó, su madre seguía en la cama. Intentando no hacer ruido, encendió la cocina de leña y luego la chimenea. Sacó agua del barril y la puso a calentar. Preparó una infusión de hierbas con miel de Arce y se la llevó a Wakanda. 

-Madre, la movió suavemente con la mano. Ella abrió los ojos y comenzó a toser de nuevo.
-Madre ¿se siente mal?, Tómese la infusión, esta caliente. Le sentará bien. Wakanda se incorporó, estaba temblando de frío. Agarró la taza con las dos manos temblorosas. 
– Gracias hijo. 
– ¿Qué le pasa? Preguntó Pier preocupado. – Ha estado toda la noche tosiendo.
– Es solo un resfriado, no te preocupes. Ya se irá pasando, dijo ella con tono tranquilizador.
– Está muy pálida. Voy a ver a la abuela E para que preparé algún remedio.
– No Pier. Tranquilízate, ya verás cómo se me va pasando. Insistió ella.
– Quédese en la cama, yo me encargo de todo. Cuando esté el desayuno preparado le aviso. 
– Eres un buen chico, repuso su madre esbozando una tierna sonrisa.

En los días siguientes, la tos de Wakanda había remitido un poco, pero Pier notaba que su madre estaba muy pálida y algo débil. No era la misma de siempre. A demás se daba cuenta que ella intentaba disimular.

Pier cada día asumía más responsabilidad en casa, para que su madre descansara. Sin embargo, no notaba ninguna mejoría. Por el contrario, la mirada de Wakanda era más triste, más apagada, apenas sonreía intentando mantener el tipo.

Una mañana a finales de noviembre, Pier fue a ver a Eleonor. 

-Abuela, estoy muy preocupado por mi madre. Lleva casi todo el mes muy pálida y débil, cada día está peor. Está muy desmejorada y algunas veces a tenido tos y fiebre. Pero ella es muy terca e intenta aparentar que está como siempre. 
– ¿Y dices que lleva así casi todo el mes? ¿Cómo es que no has venido a verme antes?
– Ella insiste en que es un simple resfriado y que se le pasará. Pero yo la noto rara y estoy preocupado.
– No hay que perder tiempo.Voy a coger algunas hierbas y bayas y vamos a verla, dijo la abuela con un gesto de preocupación.

Eleonor se puso la chaqueta de piel, se cubrió la cabeza con un pañuelo y un sombrero, tomó el saquito con las hierbas y se dispuso a salir. Se agarró fuerte al brazo del chico, para no resbalar por las calles nevadas.

-Que fuerte te siento Pier. Has crecido mucho.
-Si abuela, cortar leña y el trabajo duro me ha fortalecido. Los dos sonrieron.

Wakanda abrió la puerta.

– ¿Pero que hace aquí Eleonor, con este frío y la cantidad de nieve que hay en las calles?
– Como no vas a verme, he tenido que venir yo. Dijo la abuela riendo.
-Te veo muy pálida. Pier tenía razón.
-¿Ha sido cosa tuya? Ya te he dicho que es un resfriado, no tenías que alarmar a Eleonor.
-No riñas al chico, ha hecho bien. No me gusta tu aspecto.

Wakanda percibió el gesto de preocupación de Eleonor y sintió que se le encogía el pecho.

-Pier calienta agua y agrégale el contenido del saco. Ordenó la abuela.
-Hija, ¿cuánto llevas así? y no me engañes, que no soy tonta.
-La primera semana de noviembre comencé a sentirme mal. Me dolía el estómago y comencé a toser. La tos ha ido remitiendo, pero es verdad que me siento cada vez más débil.

– No sé, no me gusta el brillo de tus ojos. Yo creo que es algo más que un constipado. Vamos a hacer una cosa. Vas a beber esta infusión durante dos días. Si no notas mejoría, te llevaremos a la Gran Banff, para que te vea el médico.
– Ya verá que no hace falta abuela.

– No quiero que salgas de casa y no deberías hacer mucho esfuerzo. O mejor aún, deberías instalarte conmigo, así te podré vigilar de cerca.
– ¿Por qué se preocupa tanto?, ya le digo que es un resfriado que esta durando más de lo normal.
– ¡No me andaré con rodeos niña!. Veo en tus ojos la misma expresión que tenía tu madre cuando enfermó.

Wakanda, se estremeció.
– Eleonor, no quiero que le hable de esto a Pier. Me pondré bien. Haré lo que usted me diga. Pero ni una palabra a mi hijo.
– Pues instálate en casa conmigo.
– Vamos a esperar un poco. Me tomaré las hierbas que me trajo y no haré esfuerzos. Si no mejoro, iré al médico y si hace falta me quedaré en su casa. Se lo prometo.
– Muy bien. Pero no hagas tonterías. 

En ese momento entró Pier con la infusión. 
– Beba madre, dijo con ternura. 
– Abuela quédese a comer con nosotros, dijo Pier.
– Bien, pero solo si me dejas ayudarte a preparar la comida. 
– Eso está hecho, respondió el muchacho con una sonrisa.
Eleonor no dejaba de observarla. Se temía lo peor.

Pasaron dos días. Wakanda seguía las instrucciones de Eleonor al pie de la letra. Pero no mejoraba. En esos dos días no paró de nevar. Era imposible intentar salir del poblado con los carruajes. 

Wakanda había empeorado y le volvían los ataques de tos. Ella misma tomó la decisión de mudarse a casa de la anciana, en vista de que no había posibilidades de ir al médico.

Pier estaba muy preocupado. Los remedios de la abuela no daban resultado. Eleonor hacía todo lo que estaba en su mano. Esta situación ya la había vivido con la madre de Wakanda. A la abuela E le sobrevenían las lágrimas al recordar como se fue apagando Alise y no pudo ayudarla. Sentía que la historia se repetía.

Los días iban pasando y la salud de la muchacha empeoraba. Ya no se levantaba de la cama. Todos los habitantes del pueblo estaban conmovidos. Las familias se iban turnando para ayudar a la abuela y acompañar a Wakanda. Pier estaba desesperado. No sabía cómo ayudar a su madre.

La mañana del veinte de diciembre, la abuela fue al cuarto de Wakanda, para darle la infusión. La muchacha ardía en fiebre, estaba delirante. Eleonor la observó detenidamente y rompió a llorar. Tomó el rostro de la mujer entre sus manos, para limpiarle el sudor y vio la sombra de la muerte en su rostro. Isabel, que había pasado toda la noche al lado de la enferma, se estremeció al ver a la anciana tan compungida.

– ¿Qué pasa, la ve peor?, preguntó.
– Creo que le quedan pocos días en este mundo, dijo con la voz ahogada en lágrimas. La muerte la está rondando. He de reponerme y preparar a Pier para lo que viene. 
Las dos mujeres se dieron un abrazo y lloraron juntas.
A media mañana, Eleonor fue a buscar al muchacho.

LA DECISION DE PIER

– Pier, ven, siéntate a mi lado.
Al muchacho le temblaron las piernas, al ver la expresión de tristeza de la abuela.
– ¿Qué pasa?, preguntó con la voz quebrada.
– Eres un gran chico, valiente y buen hijo, le dijo la abuela cogiéndole las manos con cariño. Ahora debes ser fuerte
– ¿Qué pasa? dijo sollozando.
– El espíritu de Wakanda ha de reunirse con sus ancestros y con tu padre. Es algo inevitable, tarde o temprano a todos nos llega la hora.
– ¿Por qué dice eso? ¿¡Ella se va a poner bien, no puede dejarme, nooo! Se cubrió la cara con las dos manos y rompió en llanto.
– Pier, hijo, escúchame, dijo la abuela sin poder contener las lágrimas.- Debes ser fuerte y permanecer a su lado. No sabemos cuántos días más estará entre nosotros y es importante que ella te sienta cerca.
-¡No abuela, no puedo verla así! ¡No lo acepto, no!… ¡Ella no se puede ir, tiene que haber algo que podamos hacer! 

Se levantó de la silla y salió del salón corriendo.
Eleonor intentó levantarse pero le fallaron las piernas. 
Los padres de Julia, Matthew y Anne, que estaban en el salón y habían presenciado toda la escena, corrieron al lado de la anciana, para abrazarla. 

Poco a poco, las familias fueron llegando a la casa de Eleonor. Todos estaban afligidos y no querían que la mujer y Pier se sintieran solos.
Se iban turnando para acompañar a Wakanda. Habían acordado permanecer en la casa el tiempo que fuera necesario.

– Matilde.. ¿has visto a Pier?, dijo Alise, – no lo encuentro por ninguna parte.
– No madre, no lo he visto desde que llegamos. Dijo la chica, mientras secaba sus lágrimas. – Pero creo que sé dónde puede estar.
– Ve a buscarlo, dijo William. -Tu eres su mejor amiga. Intenta animarlo y tráelo de vuelta. 

La joven cogió su abrigo, seguía nevando. Se dirigió al establo. Abrió la puerta con dificultad por la nieve que se iba acumulando. Allí vio a su amigo. Estaba con Niti. 

– ¡Pier!, gritó, corrió hacia él y lo abrazó. – Lo siento amigo.
– No, no lo sientas. No voy a dejar que muera.
– Pier, la abuela dice que ya no puede hacer nada por ella. 
– Ya sé que la abuela E ha hecho todo lo que estaba en su mano. Pero yo sé quién me puede ayudar. No puedo perder más tiempo.
– ¿Qué estás diciendo?, dijo Matilde completamente desconcertada.
– Matilde, amiga, no me quedaré aquí llorando, dijo mientras secaba sus lágrimas. – Lo he decidido. Voy a pedirle ayuda a la Diosa.
-¡¿Pero qué dices?! Ya estuvimos allí y la montaña nos rechazó. Además hay tanta nieve y hace tanto frío que no podrás llegar vivo.
– Esta vez no lo hará. Lo sé. Y si muero en el intento, no me importará, pues me iré con ella. Entiéndelo Matilde, no puedo quedarme aquí a esperar su muerte sin hacer nada.
– Ya sé que nada de lo que diga te va a hacer cambiar de idea. Pero no quiero perderte, decía su querida amiga, mientras las lágrimas inundaban su rostro.
– ¿Por qué no entras en casa y lo piensas mejor?, dijo  Matilde, en un intento de hacerle reflexionar.
– No Matilde. No hay tiempo que perder. Pero debo pedirte un favor. No le cuentes nada a nadie de momento. No quiero que intenten detenerme. ¿Podrás hacerlo?, preguntó Pier tomando las manos de la chica entre las suyas.
– Y qué remedio, dijo ella rompiendo a llorar desconsoladamente.
– Pier la abrazó.
– Niti, dijo Pier, perdóname, pero debo llevarte conmigo. Solo no podré hacerlo.

El reno miró a Pier e inclinó la cabeza. Se diría que el animal había comprendido las palabras del muchacho y estaba dispuesto a acompañarlo hasta las últimas consecuencias.
Matilde le preparó un saco con carne seca y algunas frutas deshidratadas, de las que la abuela tenía secando en el granero.
Se quitó la cinta del pelo y se la ató a Niti en el cuello, como si fuese un amuleto de la buena suerte. 
El muchacho ató a sus zapatos unas raquetas de nieve hechas con madera y tiras de cuero, que facilitaban caminar sin hundirse mucho en el manto blanco. Se puso el abrigo de piel de oso y se acomodó las provisiones, que le había preparado su amiga. tomó una especie de bastón de madera.

– ¿Ya está todo?, dijo Matilde sollozando.
– ¡Así es. Gracias! ¡Eres la mejor amiga del mundo. No te preocupes, volveré!
– Eso espero Pier Nadawi. Pediré a los espíritus que la montaña Fay te permitan llegar a la Cueva de la Diosa, dijo la joven secándose las lágrimas.
– No olvides que no voy solo, Niti y el espíritu del puma me acompañan. Estaré bien.
– Hasta pronto amiga, dijo Pier con un tono muy cariñoso.
– Hasta pronto y ten mucho cuidado, dijo Matilde entre sollozos y lágrimas.
Se quedó de pie en la puerta del establo viendo como se alejaba su gran amigo. “No sé si te volveré a ver”, pensó para sí misma. 

Cuando la silueta de Pier se difuminó en la lejanía, Matilde volvió a la casa.

– ¿Matilde por qué has tardado tanto? dijo William, – estábamos preocupados. Y… ¿dónde esta Pier?
– He tardado porque lo estaba buscando y no lo encontré padre. Dijo la chica con la voz entrecortada por el llanto.
-Ven aquí, dijo Willian, tomándola entre sus brazos.
– No te inquietes, iré a buscarlo.
– Creo que no quiere que lo encontremos padre, quizás necesita estar solo un rato, agregó la muchacha.
– Tienes razón, vamos a darle tiempo. Acércate al fuego, estás temblando, sugirió Alise.

LA PARTIDA 

Pier y Niti ya se habían adentrado en el bosque. Había tanta nieve, que era muy difícil avanzar. Niti iba dando saltos, pues se hundía continuamente al igual que Pier. Seguía nevando y no había mucha visibilidad y no podían escuchar el ruido del río, debido a la gran cantidad de nieve que se acumulaba en el cauce. Así que el muchacho debía confiar en su instinto para no desviarse del camino correcto. Avanzaban lentamente, y el esfuerzo era enorme.

– ¡Qué raro.., se está haciendo de noche y Pier no regresa!, afirmó Eleonor, con tono de preocupación.
– Eso mismo estaba pensando yo, advirtió Matthew. Creó que debemos ir a buscarlo.
– Estoy de acuerdo dijo William, mientras echaba mano de su abrigo.
– Encenderé un candil, agregó Matthew.
– No, no hace falta que salgáis, dijo Matilde y rompió a llorar.
– ¿Qué dices hija?, dijo William mientras la abrazaba.
– Pier se ha ido a buscar a la Diosa de la montaña, respondió la muchacha.
– ¡¿Cómo que se ha ido?!, dijeron varios al unísono.
– Lo siento, pero le prometí que no diría nada. Es mi amigo y solo quiere salvar a su madre. Podéis castigarme. Pero tenía que hacerlo. Cayó de rodillas y se cubrió la cara con las manos.
Emma y Julia corrieron a su lado y la abrazaron. Las tres niñas compartían el mismo dolor.

– Debí suponer que haría una locura, dijo la abuela. Su desconsuelo era evidente. Nunca debí contarles la leyenda de la Diosa.
– Eleonor, no se castigue, usted sabe que para los Cree, esa no era una leyenda, ellos tenían evidencias de su existencia. Así me lo contaba mi madre Amadahy y yo también creo en ello. Dijo Alise.
– Pier ha tomado su decisión, no es culpa suya, agregó William. 
– Si para de nevar, saldremos a buscarlo por la mañana. Agregó Matthew. 
– Le pediré a los espíritus que no permitan que la montaña se lo trague, como le pasó a algunos miembros de la tribu que se empeñaron en desafiar la tormenta de nieve.
El desconsuelo entre los lugareños era enorme. 

Pier y Niti estaban exhaustos. No habían avanzado tanto como hubiese querido el chico. La noche cubrió de oscuridad el bosque. 
-Debemos encontrar un lugar dónde refugiarnos, pensó Pier en voz alta. Es inútil continuar.
De pronto vio que un árbol muy grande se había caído. El tronco era muy ancho y se sostenía sobre una roca.
El muchacho sacó una piel de oso que llevaba en el saco que había atado al lomo de su reno. La puso en el agujero debajo del árbol. Niti se tumbó y a su lado Pier. Sacó la carne seca y comió un poco. Luego cogió un puñado de frutas deshidratadas y se las dio a Niti. Se cubrió con su abrigo y se quedó dormido pegado a la tripa de su reno.

Aún no había amanecido y Pier ya estaba despierto. No dejaba de pensar en Wakanda. “Madre aguanta, tienes que esperar a qué regrese con la cura”, pensaba el muchacho y le pedía al espíritu de su abuelo, que le ayudara en esta travesía tan dolorosa. 

El reno se puso en pie y se sacudió. Pier aprovechó para recoger las cosas. Guardó la piel de oso en el saco y lo volvió a atar al lomo de Niti. Él se colocó el abrigo, se acomodó el saco que llevaba con víveres, ató las raquetas a sus zapatos y entre tanto, los primeros rayos de luz despuntaban. Se pusieron en marcha. Aún nevaba, pero con menos intensidad. había poca visibilidad. Pier tenía que estar muy atento para no perder el rumbo. 

La nieve que había caído durante la noche, hacía más penosa su andadura. A cada paso se hundían. El reno iba delante. Tenía que dar saltos para abrirse camino. Pier aprovechaba la huella de Niti para avanzar con menos esfuerzo. Pero aún así, ascendían con lentitud. 

De vez en cuando tenían que detenerse para tomar aire y beber. Se acercaban al río con mucha precaución, pues cabía la posibilidad de que al pisar en falso cayeran al agua. Eso sería una tragedia.
Pier tomaba todo tipo de precauciones. Si quería llegar a la montaña, no podía cometer errores.

Las horas iban pasando, el cansancio se hacía evidente. Niti ya no daba dos saltos seguidos y Pier lo seguía con dificultad. 

La visibilidad mejoraba. La nieve que caía era más fina. Se empezaba a mover el viento.

Continúa leyendo aquí la sexta y última parte.

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