LA LLEGADA AL NUEVO MUNDO
Todos los niños del poblado se habían reunido en la casa Grande, donde vivía Eleonor Thomas, a la que todos llamaban cariñosamente abuela E. Ella era la más anciana de la comunidad. Tenía noventa años, una larga cabellera blanca, que siempre recogía en un moño atado con un lazo de seda azul. A pesar de sus arrugas, su rostro seguía dibujando una gran belleza. Sus ojos verdes y su tez blanca, contrastaban con esa sonrisa maravillosa que conquistaba a todos los niños y adultos de la región. La casa de la abuela E, siempre olía a pan recién hecho y a infusión de frutos del bosque.
Durante los días más duros del invierno, los más jóvenes y pequeños pasaban las tardes en casa de la abuela. A Eleonor le encantaba contar historias mientras sus invitados disfrutaban de una humeante taza de esa exquisita infusión que cocina con toda clase de frutos del bosque que recopilaba en verano, los deshidrataba y los conservaba, para consumirlos en invierno. Los cocía con miel de Arce y acompañaba esta deliciosa bebida con rebanadas de pan recién sacado del horno untado con mantequilla que compraban a los colonos de la Gran Banff. Los chicos se sentaban en el suelo, al calor de la chimenea, a los pies de la mecedora en la que se acomodaba ella.
En ocasiones, la abuela inventaba juegos de adivinanzas, leía algún libro o contaba divertidas historias y así entretenía a los muchachos, mientras sus padres intentaban abrirse paso quitando la nieve y dando de comer a los animales.
Pier, Jon, Emma, Matilde, Julia y el pequeño Hugo, eran los niños más traviesos del poblado. Pero cuando se trataba de escuchar las historias que contaba la abuela, eran los más atentos.
Ese año el invierno había entrado de golpe. Hacía mucho frío y las calles estaban cubiertas de nieve. A eso de las cuatro de la tarde, los niños comenzaron a llegar a la casa de la abuela.
– Abuela E, cuéntanos la historia de los hombres que llegaron a estás tierras por primera vez. Dijo Pier muy ansioso.
– Si por favor, nos gustaría escucharla, replicaron los demás niños.
Pier tenía trece años, era un niño alto, delgaducho. Tenía los ojos grandes muy redondos y negros. El pelo castaño oscuro y los dientes blancos como la nieve. Era muy valiente, atrevido y siempre estaba imaginando los secretos que guardaban las grandes montañas que les rodeaban.
– Vale, vale, dijo la abuela con una sonrisa.
Los chicos se sentaron a su alrededor muy callados y con los ojos bien abiertos, para no perder ni un detalle de las palabras de Eleonor.
– Hace muchísimos años, estas tierras estaban pobladas por una gran tribu de indios Cree. En realidad vivían un poco más abajo.
– Si, lo sé, vivían en la Gran Banff, dijo Jon con gran entusiasmo.
– ¡Calla, deja que lo cuente la abuela! protestó Emma.
– ¿Por qué no vivían aquí? preguntó Pier.
– Pues porque esta zona de las montañas Rocosas es más fría, el bosque es más abrupto y los inviernos son más implacables, como ya sabéis.
– Y por la leyenda ¿verdad abuela? dijo Emma, la hermana mayor de Jon
– ¿Qué leyenda? preguntó Pier muy interesado.
– A ver, vamos por partes. La historia es larga y si no dejáis de interrumpir, no podré contarlo todo. Dijo la abuela en un intento de aplacar el ímpetu de los niños.
– Como os decía, prosiguió. – Los Cree vivían muy felices en paz y armonía con la naturaleza, hasta que un día, hace unos ciento cincuenta años, aparecieron muchos soldados que habían llegado de Inglaterra y Francia. Traían consigo caballos, armas y muchas cosas más que los indios no habían visto jamás.
Las tropas venidas de Europa, decidieron que estas tierras eran perfectas para construir aquí una gran población, en la que se podrían instalar familias pudientes que se dedicaban al comercio y que estaban al servicio de la nobleza.
– ¿Y qué pasó con los indios?, preguntó Emma, con tono de preocupación.
– Pues verás, prosiguió la abuela. – Los indios no comprendían el idioma de los extranjeros y tampoco poseían rifles. Aún así plantaron cara y lucharon para defender sus tierras. Pero fueron superados por los invasores. Muchos perdieron la vida en la batalla. Al ver que no podrían ganar la guerra, decidieron huir hacía el sur. Sin embargo, hubo unas pocas familias que decidieron escapar al norte y se asentaron justo aquí. Los Cree conocían bien estos bosques, amaban esta tierra y se negaban a abandonarla. Además, sabían que los colonos no podrían sobrevivir a estás latitudes y al misterio que rondaba en estas altas montañas. Estaban seguros de que aquí estarían a salvo y así fue.
Mientras que Eleonor contaba la historia a los niños, los adultos del poblado estaban intentando quitar la nieve que bloqueaba las entradas a sus casas y limpiar un poco el único camino que les daba acceso a la Gran Banff. Por eso les venía muy bien dejar a los chicos con esa mujer encantadora que disfrutaba de la presencia de los jovencitos y los niños.
Eleonor no se casó nunca y no tuvo hijos. Siempre fue una mujer muy alegre y durante muchos años colaboró con la escuela para traspasar su sabiduría a los estudiantes. A pesar de ser tan mayor, se conservaba muy bien, era ágil, seguía alegrando los inviernos con su gran sonrisa y era de gran ayuda, pues sabía entretener a los chicos de la aldea con sus múltiples recursos.
– Una vez que los colonos se instalaron, muchas familias cruzaron el océano para aventurarse en el Nuevo Mundo, como lo llamaron. Se trataba de gente adinerada que se dedicaban especialmente al comercio. En pocos años construyeron una gran ciudad y con la ayuda de arquitectos franceses, recrearon las viviendas al más puro estilo europeo. Pusieron tiendas de muebles que traían de Europa en los grandes barcos mercantiles. También vendían telas, vajillas, y todo tipo de artilugios que servían para decorar sus viviendas como si estuvieran en el confort de Inglaterra o Francia. Y poco a poco, se convirtió en una elegante ciudad.
– ¿Y por qué nosotros no vivimos en esa bonita ciudad? preguntó Julia, con tono entristecido.
– Verás, continuó la abuela. – Nuestra historia empieza en el Viejo Mundo, es decir, en Inglaterra. Todo comenzó cuando el Duque de Warwick de Inglaterra heredó unas tierras en las que vivían una treintena de familias campesinas muy pobres. El Duque quería construir en esa región un lujoso palacio, y no quería que rondara la pobreza en sus tierras. Así que decidió expulsar a esas familias y les propuso embarcarse al Nuevo Mundo donde podrían poseer grandes extensiones de tierra y vivir muy bien. Con esta promesa y unos pocos peniques, los embarcó en un buque mercantil. Así fue como estas familias desembarcaron en Canadá y fueron conducidas a la Gran Banff.
– ¿Pero abuela E, si llegaron a la Gran Banff, por qué no se quedaron? Esa ciudad es muy bonita y la vida más fácil.
– Sí, es verdad, pero… cuando estas familias llegaron allí, fueron rechazadas por los habitantes de la lujosa ciudad. Tampoco querían pobres que les recordara la miseria humana.
– Pero no somos miserables, dijo Matilde, con indignación.
– Claro que no, continuó Eleonor, – pero para esas familias adineradas, sí que lo éramos.
– El caso es que, el alguacil de la ciudad, reunió a las familias que acababan de llegar, y les dijo que se dirigieran al norte donde encontrarían tierras que no pertenecían a nadie y que allí podrían establecerse. Les proporcionó algunos caballos y un carruaje para que pudieran transportar sus pertenencias y algunos víveres… Explicaba la abuela a los chicos que estaban muy atentos.
– Por suerte, estaba bien entrada la primavera y casi no quedaba nieve en el camino y eso facilitó el viaje de los recién llegados. Las familias anduvieron rumbo al norte por cinco largas jornadas, hasta que encontraron un valle en el que habían restos de un antiguo poblado indio. Así que exhaustos, y viendo que el terreno cada vez se volvía más abrupto, decidieron establecerse allí. Cuando estaban descargando sus pertenencias, se percataron que del bosque salía una anciana y varios jóvenes corpulentos cargando un ciervo muerto y algunas aves y peces. Se quedaron perplejos. Se trataba de una familia de Indios Cree.
Los Indios también se asustaron al verlos. El más joven de los Cree, soltó las armas de caza y levantó los brazos en señal de paz y en un acto de valentía se acercó lentamente hacía el grupo de colonos. Jhon Brandon, que era el más anciano de los ingleses, se dirigió al muchacho e hizo una especie de reverencia dando muestras de buena voluntad. El pequeño que había aprendido algunas palabras de los invasores, intentó entablar una conversación con Jhon.
– No sé si se entendieron del todo, lo cierto es que esas familias convivieron y se ayudaron durante muchos años y menos mal que fue así, pues sin la ayuda de esos indios, las familias colonas no hubiesen sobrevivido ni un invierno en este lugar.
Así que con la ayuda de los indios y haciendo acopio de madera, piedra y pizarra, construyeron este pequeño pero entrañable poblado y al que bautizaron como La Pequeña Banff.
– ¿Abuela por eso Pier tiene la piel más oscura y el pelo negro? Jajaja!, rieron todos.
– Pues sí, dijo la abuela, – al final tanto indios como colonos confraternizaron y terminaron formando familias. Algo que no fue habitual en ninguna otra región colonizada. Y eso nos hace especiales.
– Pero bueno chicos, creo que por hoy ya basta.
– No abuela, queremos saber más y que nos hables de la leyenda… ¡Por favor abuela!, suplicaban todos a la vez.
– Esa historia la dejaremos para mañana. Ahora vamos a recoger y prepararemos la cena. Y no se diga más!…
Con resignación, todos se pusieron a realizar las tareas que les encomendaba la buena mujer.
En Canadá los inviernos son muy largos y los veranos bastante cortos, sobre todo en esta zona de montaña. El primer día de primavera, el poblado se vestía de color. Los lugareños se ponían sus mejores galas, preparaban barbacoas, sacaban instrumentos musicales y todos se reunían en la capilla para dar gracias por haber superado otro duro invierno. Luego los niños, interpretaban obras teatrales, declamaban y bailaban. La verbena duraba hasta bien entrada la noche.
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