Me acerqué a la taquilla de la estación, pues mi destino final era una pequeña aldea llamada Gutilla. El hombre, que me miraba muy extrañado, me explicó que debía tomar el bus urbano que me llevaría a lo largo de tres kilómetros. Que me apeara en la última parada y desde ese punto, continuara a pie durante dos kilómetros más por un sendero ascendente, hasta llegar a Gutilla.
Mientras esperaba el bus, me asaltaban las dudas, no estaba segura qué me había motivado a realizar tal viaje, pero ahí estaba, debajo de la marquesina, temblando de frío y llena de incertidumbre.
La primera parada fue en Candamo, un pequeño pueblo en medio de las montañas de Asturias. A primera vista no parecía muy atractivo. Apenas se veían unos pocos transeúntes por la calle.
Bajé del autobús, después de doce horas de viaje. Serían las tres de la tarde del veinticuatro de octubre. Nubes oscuras tapizaban el cielo y el aire gélido penetraba hasta los huesos. Era la primera vez que me aventuraba por estas tierras del norte y con un propósito casi sin sentido.
Hacía una hora que había abandonado la última vivienda de la aldea, comenzaba a oscurecer, apuré el paso, pues no conocía el camino y no sabía cuánto me faltaba para llegar. La niebla bajaba apresurada. La espesura del bosque que bordeaba el camino, el orvallo mojando mi pelo y el vaivén de una brisa gélida, hacían que un irreprimible temor se apoderara de mí. El camino de piedra resbaladiza y barro cada vez se volvía más estrecho y empinado…No dejaba de preguntarme por qué había accedido a venir a este lugar desconocido y perdido entre las montañas de Asturias, si yo, en realidad no conocía a ese hombre. Mi amiga Laura coincidió con él en Chile, cuando se preparaba para hacer un trekking al Aconcuagua. Le parecía misterioso y atractivo y al parecer congeniaron. Así que ella le contó que tenía una amiga que vivía en España.
Ella se empeñó en que Fran y yo teníamos que conocernos y se las arregló para que nos pusiéramos en contacto. Él me llamó, hablamos dos o tres veces por teléfono y a lo largo de varios meses nos estuvimos carteando…
Quizás mi sed de aventura, o el aburrimiento en el que me había sumergido en los últimos tiempos, me llevaron a emprender este viaje absurdo.
Llevaba varias horas caminando por ese sendero y, a pesar de estar concentrada en el camino para no tropezar, no dejaba de sentir angustia e incertidumbre. De pronto, se paró el aire y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, levanté la mirada y ahí estaba… la casa de Fran. Enclavada en lo más alto del camino, rodeada de altos robles y castaños, parecía incrustada en la montaña.
Del suelo emergía un fuerte olor a humedad y la niebla apenas dejaba colar los últimos rayos de luz, permitiendo que las sombras que formaban los árboles se proyectasen sobre la construcción, dándole un aspecto tenebroso.
Me detuve a unos metros de la vieja casona y me quedé atónita observando. En ese momento fui consciente del silencio y la quietud absoluta que invadía el lugar. Me parecía estar frente a una pintura centenaria, que cobraba realismo ante mis ojos.
Se trataba de una casa muy vieja, de más de cien años. Dos plantas de piedra y cemento se alzaban de forma un tanto torcida, debido a la irregularidad del terreno. La puerta que daba acceso a la morada era de madera, totalmente rústica, no tenía pomo, solo un cerrojo de hierro oxidado. En la segunda planta se extendía un balcón hacia afuera, con una barandilla de madera atravesada por balaustres ornamentados en los que se notaba la podredumbre. Una puerta vieja daba acceso al balcón y, medio metro más a la derecha, se veía una ventana estrecha cerrada a calicanto.
Me preguntaba cómo era posible que un joven barcelonés, que dedicaba parte de su vida a viajar por el mundo, terminase viviendo en un lugar tan recóndito y en una casa tan lúgubre. Quizás tenía algo que esconder o tal vez no era tan joven como me lo describió Laura. Todos los que la conocíamos la teníamos por una persona con una imaginación desbordada. Quizás era un maníaco o un psicópata y yo había caído en su trampa…
Un enorme sentimiento de temor pero a la vez de curiosidad me invadió, no podía dar marcha atrás, tenía que descubrir quién era Fran, si es que en realidad se llamaba así. Llegar a este lugar fue una odisea, ahora tenía que ser valiente y descubrir exactamente el motivo que me había hecho llegar hasta aquí.
La puerta carecía de aldabón, así que me vi obligada a extender la mano y golpear con la palma… se produjo un sonido sordo debido al grosor de la madera. Tras varios intentos, por fin sentí pasos en el interior y se abrió la puerta.
La imagen del hombre que me recibió no se asemejaba a las fotos que me había enviado Laura. Su aspecto era el de un hombre mayor de treinta y cinco años. Tenía muy poco pelo en la cabeza, ojos grandes y la nariz aguileña, pero lo que más destacaba eran sus dientes, un poco amarillentos, con los incisivos centrales anchos y un poco separados. Mediría un metro ochenta, más o menos y era muy corpulento, yo diría que de gimnasio.
Me saludó con un beso en la mejilla y me invitó a entrar. “Has encontrado la casa” afirmó soltando una carcajada, que en ese momento me pareció algo siniestra.
El interior de la casa no era mucho más acogedor que el exterior. Un salón grande formado por paredes de piedra y una estructura de vigas de castaño, en las que habitaba a sus anchas la carcoma, impregnadas de un olor a viejo mezclado con un enrarecido almizcle a madera quemada. Las telarañas tapizaban todos los rincones de la habitación. Al fondo del habitáculo se extendía un hogar con una cocina de carbón. De la pared colgaban viejos aparejos de cocina, ennegrecidos por el hollín de la estufa.
En uno de los laterales había una mesa alargada y dos butacas.
Del otro lateral surgía una escalera de madera ancha que daba acceso a la segunda planta.
El salón estaba iluminado por dos lámparas de aceite que emitían una luz trémula y le daban al lugar un aspecto fantasmal.
Según Fran, había comprado esa casa por muy poco dinero y la estaba reformando, por eso carecía de luz eléctrica.
Se apresuró a enseñarme la casa, dejando ver lo orgulloso de su adquisición y de la reforma que estaba haciendo. Había trozos de pared en los que había tapizado la piedra con una especie de estuco y lo había pintado de color naranja fuerte, cosa que hacía juego con las carcajadas estridentes que de repente soltaba. Sin embargo, detrás de esa risa, se adivinaba un carácter sombrío, más bien tirando a oscuro.
Subimos la escalera, entre la primera y la segunda planta, a mano izquierda, una puerta cuadrada daba acceso al cuarto de baño. Ya había terminado de reformarlo. Llamaba la atención la bañera por su gran tamaño y porque carecía de mampara o de cortinas. La pared estaba revestida con baldosas de color naranja hasta la mitad, lo demás con estuco pintado de color azul oscuro. En el fondo del recinto, se hallaba una ventana pequeña que daba al monte. Al lado izquierdo de la ventana se encontraba el lavabo debajo de un espejo viejo.
Los contrastes de color y la poca luz que emitían las velas, le daban al cuarto de baño un aspecto espectral y eso hacía que se me erizaran los vellos de la nuca y los brazos.