PIER Y MATILDE QUIEREN CONOCER LA MONTAÑA SAGRADA
La primera semana de cada mes, preparaban los carruajes para bajar a la Gran Banff y llevar el grano, la leña, el pescado y la carne que previamente habían secado. Más una gran variedad de plantas, frutas, setas, etc. Para venderlas. Y con lo obtenido compraban los víveres que necesitaban. Era un sábado, siete de agosto. Los jóvenes habían manifestado que no querían realizar el viaje, que preferían pasarlo con la abuela E.
Era una situación poco habitual, pues los chicos siempre querían hacer ese viaje. Les encantaba ver las novedades, pasear por las bonitas calles de La Gran Banff.
– Qué raro, siempre tenemos que echar a suertes para decidir cuál de nuestros hijos puede hacer parte de esta comitiva y los demás se quedan con cara de pena, y hoy no quiere venir ninguno. No lo entiendo, dijo William.
– Han crecido, quizás están en ese momento en el que quieren demostrarse a sí mismos que no necesitan que un adulto que esté controlándolos todo el tiempo, agregó Wakanda.
– A lo mejor les viene bien estar solos y demostrar que son responsables, dijo Isabel.
– No se hable más, intervino Mikel. – Les asignaremos tareas y le pediremos a Eleonor que los vigile un poco.
– Es buena idea, comentó Alise. – Será una prueba para todos.
Asignaron las tareas, hablaron con Eleonor y se pusieron en marcha.
Pier y las chicas no podían estar más contentos. Por fin podrían sentir que tenían un poco de libertad.
Pier Nadawi reunió a Matilde a Emma y a Julia y les dio a conocer sus verdaderas intenciones.
– Os voy a pedir algo muy especial y que tiene que ser un gran secreto.
– ¿De qué se trata?, preguntó Emma muy intrigada.
– Voy a subir a Fay, la montaña sagrada, quiero descubrir la cueva en la que habita la Diosa de las Rocosas.
– ¿Te has vuelto loco? afirmó Julia, muy extrañada.
– No, es algo que tengo que hacer. Llevo mucho tiempo pensando en ello.
– Pero tu madre te matará, dijo Emma en un intento de hacerlo entrar en razón. – Es peligroso. Ahora lo entiendo… por eso querías quedarte y nos convenciste.
– Los adultos no deben enterarse. Además iré con Nitis. Si me perdiera, él siempre encuentra el camino de regreso.
Ya sabes que es peligroso. Nuestros padres nunca nos permiten aventurarnos por el bosque, hay criaturas que desconocemos y podrían devorarte, o podrías tener un accidente, o aún peor, Wīhtikōw podría devorarte. Agregó Julia.
-Ese espíritu cuida de estas tierras. Si yo no hago nada malo no me buscará. Además mi amuleto me protege, dijo Pier con mucha seguridad.
-Tu amuleto? solo es un colmillo de puma, agregó Emma.
– No, estás equivocada. Mi abuelo me lo dio. Es un amuleto que contiene el espíritu del puma.
– ¡¿Pero qué estás diciendo?!, ¡no quiero escucharte más!, argumentó Emma con enfado.
– Dejad que os lo cuente. Salió en su defensa Matilde.
Todas guardaron silencio.
– Cuando los indios de la tribu cumplían quince años, comenzaban a entrenarlos en el arte de la caza y de la guerra. Les enseñaban a usar las armas. El chamán los iniciaba en los ritos sagrados. Porque para ellos, todos los elementos y seres de la tierra tenían espíritu.
– ¿Hasta las piedras? ¡Jajaja!, rió Julia.
– ¡No te rías que es verdad!, dijo Matilde con indignación.
– Siempre que cortaban un árbol, o iban a pescar, pedían con respeto permiso al espíritu de ese ser, continuó Pier.
– Que cosas más raras hacían los indios, dijo Julia
EL VALOR DEL COLMILLO DEL PUMA
– Cuando mi abuelo cumplió quince años, entró en los grupos de aprendizaje. Continuó Pier. Unos meses después de iniciarse en esas artes, el crudo invierno se hizo presente. La nieve no paraba de caer. Los cazadores no podían salir del campamento. Así que tenían que sobrevivir con los animales que tenían. Una mañana, cuando despertaron, encontraron un rastro de sangre, algo había atacado a los animales. Por las huellas descubrieron que se trataba de un puma, un puma enorme. Así que se pusieron en alerta. Un par de noches después, el animal regresó y mató a otro reno. Así que decidieron formar grupos de caza para dar con el intruso. Pero fue imposible. El rastro se perdía enseguida, debido a la nieve que caía.
– Suerte que por aquí no suelen venir los pumas, dijo Emma con cara de miedo.
-Durante unos días no se supo más del animal. Continuó Pier con la historia. Cuando se hacía de día, salían a buscarlo, pues estaban seguros que volvería cuando volviera a sentir hambre.
– Finalmente, el gran jefe ordenó hacer guardias nocturnas, pues no podían perder más animales. Aquella noche, mi abuelo se unió a la vigilancia con uno de los cazadores.
– La noche estaba despejada, la luna llena lo iluminaba todo. El frío era gélido. Envueltos en las pieles de oso y con las lanzas en la mano, se sentaron debajo de un árbol muy cerca de los renos. Unas horas después, el cazador se había quedado dormido.
– Mi abuelo, estaba muy inquieto, era su primera guardia. Entre los nervios y la ansiedad, no podía relajarse, así que permaneció en alerta.
– Pasaron un par de horas, cuando de pronto notó que los renos empezaban a ponerse nerviosos, el corazón de Yakwama Yetum empezó a latir con fuerza, su respiración se entre cortaba, no fue capaz de despertar al cazador.
– En ese momento sintió un ligero movimiento entre los matorrales que estaban a su espalda. Se giró lentamente y ahí estaba, un puma enorme, agazapado. Él se quedó paralizado. La luna lo iluminaba todo. Se veía perfectamente.
– El abuelo miraba fijamente a los ojos del animal. La mirada del puma era penetrante. Fue un momento de mucha tensión. Mi abuelo apretó la lanza con las dos manos, pero sin amenazar con ella al felino. En el fondo esperaba que el animal desistiera y se marchará. Por un momento daba la sensación de que el tiempo se hubiese detenido. No sabía cuánto tiempo había pasado. Quizás fue cosa de unos segundos, pero para él fue una eternidad.
– De repente, el animal se elevó por los aires en dirección a mi abuelo. En un acto reflejo de defensa, el muchacho inclinó la lanza hacia adelante. El puma aterrizó sobre mi abuelo. Cayeron al suelo, pero la lanza lo había atravesado. El animal soltó una especie de rugido producido por el dolor. Mi abuelo en el suelo, casi no podía respirar por el peso del felino. Antes de que se pudiera dar cuenta, el cazador estaba empujando con todas sus fuerzas al animal, para liberar a Yakwama.
– Cuando pudo recuperar el aliento, se acercó al puma, que estaba agonizante. Sus miradas se volvieron a cruzar y las lágrimas rodaron por las mejillas de mi abuelo. Al ver la expresión de la mirada del animal, sintió compasión y pidió perdón al espíritu del pluma por haberle arrebatado la vida. El animal cerró lentamente los ojos.
– Al día siguiente, el chamán realizó un ritual en el que honraba a la naturaleza guerrera del puma y arrancaba uno de sus colmillos como símbolo de unión de los espíritus del animal y el cazador. Luego ató el enorme colmillo con un cordel y lo colgó del cuello de mi abuelo. “Yakwama Yetum, tienes un corazón valiente y noble. Ahora el espíritu del puma te acompañará y te protegerá”, dijo el chamán.
– Este colmillo acompañó siempre a mi abuelo y lo protegió. Ahora entendéis por que no es un simple colmillo, dijo Pier mientras lo apretaba con la mano.
– De todas formas, me parece una locura que te aventures solo por esas montañas, refirió Emma con preocupación.
– No irá solo, dijo Matilde.
Todos la miraron con expresión de sorpresa.
– ¿Qué quieres decir?, preguntó Pier.
– Yo iré contigo.
– ¡No me lo puedo creer, os habéis vuelto locos los dos!. Será por vuestra sangre india. Afirmó Julia.
– Vamos a ir con vuestra ayuda o sin ella. Dijo Matilde con contundencia.
– ¿Y qué queréis que hagamos nosotras? Preguntó Julia con resignación.
– Que no se lo contéis a Eleonor.
– ¡¿Pero qué estás diciendo Pier?!, ¡¿nos pides que mintamos?
– No, os pido que no le digas lo que vamos a hacer. Volveremos en un par de días. Estaremos aquí antes de que regresen nuestros padres. Todo irá bien.
Esa misma tarde, Pier y Matilde visitaron a la abuela E y le explicaron que querían permanecer en sus casas haciendo las labores que habitualmente hacían sus padres. “Ya somos mayores abuela, y queremos demostrárselo a nuestros padres”, dijo Pier.
-Bueno jovencitos, ante ese argumento no puedo decir nada. Pero si tenéis algún apuro, me lo tenéis que decir. Dijo la abuela con tono comprensivo.
PRIMER ENCUENTRO CON LA MONTAÑA SAGRADA
Con los primeros rayos de luz, Pier y Matilde partieron.La noche anterior lo habían preparado todo. Llevaban las pieles para protegerse del frío. Pan, carne seca, saquitos de pimienta para ahuyentar a los osos. Una lanza, por si tenían que enfrentarse con alguna fiera. Cargaron todo sobre el lomo de Nitis y emprendieron el viaje.
– Gracias por acompañarme Matilde.
– No me perdería esta aventura por nada del mundo. Yo también quiero conocer la montaña sagrada.
Con una sonrisa, el paso ligero y gran ilusión avanzaban por el bosque.
Estaban tan motivados, nerviosos y expectantes que solo pararon un par de veces para beber agua del río.
El calor iba aumentando, a medida que el sol alcanzaba su zenit. Pero los chicos disfrutaban del canto de las aves, de la brisa fresca que bajaba de la montaña y de esa sensación de libertad que los envolvía.
Varias horas más tarde había alcanzado la planicie donde podían divisar el inmenso lago.
Una vez en el lago, se detuvieron a descansar. La vista era impresionante. El color turquesa de aquella enorme masa de agua en contraste con las blancas montañas que lo rodeaban hacía que se sintieran abrumados ante tanta belleza.
Estuvieron un rato contemplando el paisaje. Bebieron, comieron y se prepararon para continuar.
El Lago Moraine era enorme, sabían que les iba a llevar mucho tiempo llegar a la base de la montaña. A medida que avanzaban, el camino se hacía más escabroso. Tenían que sortear grandes bloques de piedra continuamente. El sol comenzaba a alejarse y la temperatura bajaba gradualmente.
– Está más lejos de lo que parecía, dijo Matilde con expresión de agotamiento.
– Así es, pero no desanimes, ya estamos cerca de la base de la montaña.
Cuando empezaba a oscurecer y el agotamiento de apoderaba de los valientes expedicionarios, por fin divisaron el punto en el que el lago se cerraba. Un torrente de agua bajaba de la montaña y desembocaba en él.
El panorama era estremecedor, grandes lenguas glaciares bajaban hasta casi tocar el agua. En algunos puntos, el hielo se veía muy azul. En el glaciar se podían divisar grandes grietas y la montaña no paraba de emitir rugidos.
Ya quedaba poca luz y el frío era helador. Así que decidieron buscar el abrigo de un gran bloque de piedra. Comieron un poco. Niti se tumbó y los chicos se le echaron casi encima. Se arroparon con las pieles muy juntos para no perder calor.
A pesar del cansancio, no durmieron mucho. Fue una noche muy larga. El ruido que emitía el torrente de agua, sumado a los continuos rugidos del hielo, no les permitía conciliar el sueño.
Al rayar el alba, los chicos se pusieron en pie. Estaban temerosos, la inmensidad de aquél lugar los estremecía. Pero el deseo de encontrar la cueva era superior a sus miedos.
Después de desayunar, recogieron las pieles, las cosas que llevaban y las dejaron al lado de la roca.
– Niti, tienes que quedarte aquí, no nos sigas. Ese terreno no es para ti. Dijo Pier agarrando al reno de los cuernos y mirándolo a los ojos. El chico estaba seguro de que el animal entendía todo lo que le decía.
Matilde y Pier estuvieron observando la montaña durante un buen rato para tratar de establecer la ruta más accesible.
Los dos acordaron afrontar el ascenso por la parte izquierda, ya que se divisaba una especie de cresta rocosa y se divisaba menos nieve.
Así que se pusieron en marcha. Un rato después, alcanzaron la lengua glaciar. Tenían que atravesar parte del hielo para poder acceder a la roca. Jamás habían visto nada parecido. Grandes grietas de color azul.
Comenzaron a caminar por encima del hielo. Era imposible, a cada paso se resbalaban. Se antojaba tremendamente difícil caminar por ahí.
Por suerte para ellos, encontraron una zona en la que el hielo estaba entremezclado con trozos de piedra y fueron ascendiendo lentamente en dirección a la zona rocosa.
El sol empezaba a templar el ambiente, a la vez que los sonidos crepitantes de la montaña aumentaban.
Estaban exhaustos. El esfuerzo era enorme. Pasaban las horas y ellos avanzaban muy poco.
-Pier, no creo que debamos continuar, es muy peligroso, el camino cada vez es más difícil. Estoy muy cansada y tengo miedo, dijo Matilde, con gesto de desesperación.
-Matilde, no te rindas, creo que queda poco para llegar a la pared de roca.
Por favor, solo un poco más.
Pier no quería claudicar, aunque en su fuero interno, sabía que Matilde tenía razón.
Unos pasos más y de repente, un sonido aterrador, como el estallido de un trueno, los paralizó. A continuación se percataron de que un bloque de hielo rodaba hacía ellos a gran velocidad. Pier tuvo reflejos para esquivarlo, pero Matilde no corrió con la misma suerte. El bloque la golpeó de lado y la chica cayó rodando montaña a bajo. Ella gritó, luego solo se escucharon varios golpes y después se hizo el silencio.
– ¡¡Matilde, Matilde!!, gritaba el joven muchacho mientras descendía lo más rápido que podía. La chica no respondía. Él seguía bajando, a veces tropezaba y se resbalaba en el hielo. Su corazón latía a tal velocidad que sentía que se le iba a salir del pecho.
Al final, lleno de magulladuras y cortes sangrantes en las manos y la cara, llegó hasta su querida amiga. Estaba boca abajo, inmóvil.
No podía contener las lágrimas. Comenzó a girarla. La cara de Matilde estaba ensangrentada.
– ¡¡Matilde, contesta por favor, dime algo!!, decía Pier sin parar de llorar.
– ¡¡Por favor Matilde, no me dejes!!. ¡¡Yo tengo la culpa… no debí dejar que vinieras!!.
En ese momento de desesperación Pier se percató que su amiga aún respiraba. Así que intentó tranquilizarse.
– Piensa Pier, piensa, se dijo a sí mismo.
Rompió una manga de su camisa. Se acercó a un pequeño torrente de agua que bajaba a pocos metros de donde estaban. Mojó la tela y comenzó a limpiar el rostro de su amiga. La sangre no paraba de fluir. Se había hecho una brecha en la cabeza. Él seguía hablándole con la esperanza de que despertara.
Matilde poco a poco fue recobrando el conocimiento. Pier no paraba de llorar y de intentar cortar la hemorragia.
– ¡¡Me duele mucho… me duele mucho el brazo!!, gritó la chica. En ese momento Pier se percató de que tenía roto el brazo. Por suerte, la herida de la cabeza sangraba bastante menos. El muchacho envolvió la cabeza de Matilde con la manga de la camisa.
– ¡Matilde!, le dijo sollozando, -¡no te muevas, voy a buscar a Niti!. ¡No tardo!
– ¡No me dejes aquí sola!, suplicó.
– Volveré pronto, estamos muy cerca de donde dejamos a Niti, confía en mí.
Pier bajó a toda prisa. En menos de nada había alcanzado el lugar en el que habían pasado la noche. Niti seguía ahí. Corrió hacía Pier cuando lo vio, dando saltos de alegría.
Pier cogió la lanza y la bolsa de tela donde llevaban los alimentos y volvió rápidamente al lado de su amiga. Partió la lanza en varios trozos.
– Matilde, esto te va a doler mucho, pero tengo que moverte el brazo para poder inmovilizarlo.
Un grito ensordecedor soltó la muchacha.
– Ya está, dijo Pier. Puso los trozos de la lanza en el brazo y los ató con la bolsa de tela y la otra manga de su camisa.
Como pudo, subió a Matilde sobre el lomo de Niti y emprendieron el regreso.
El descenso fue lento y agotador. La muchacha aguantaba casi sin quejarse. La herida de la cabeza había dejado de sangrar, pero el dolor se agudizaba por momentos.
De vez en cuando se detenían para darle un respiro a Niti.
Pier estaba tan acongojado por lo sucedido, que no era consciente de sus propias heridas. Solo quería llegar cuanto antes.
Llegaron al amanecer al poblado y fueron directos a la casa de Eleonor.
Los golpes en la puerta, le dieron un susto de muerte a la anciana. Cuando abrió, la abuela, no daba crédito a lo que estaba viendo.
-¡¿Pero qué os ha pasado?!, preguntó asombrada.
Mientras curaba las heridas de los chicos, Pier con lágrimas en los ojos narraba su osadía.
– Creo que yo tengo la culpa, por haberos contado esas historias. Se recriminó la mujer.
– No se lo cuente a nuestros padres, por favor, dijo Matilde, muy acongojada.
– Claro que no les voy a contar nada. No, porque se lo vais a contar vosotros. No se puede mentir en una cosa tan grave.