Fran no paraba de hablar a toda velocidad, intentaba explicarme todos los pormenores de la reforma y los planes que tenía para el edificio, en tanto yo no dejaba de sentirme incomoda e insegura…
La segunda planta constaba de dos habitaciones. Las paredes eran de piedra, el suelo estaba compuesto por tablones anchos de madera. Su aspecto envejecido, no dejaba lugar a dudas de que eran los originales. En la habitación del fondo se hallaba la puerta que daba acceso al balcón. En el fondo yacía un colchón en el suelo cubierto con una manta de lana, en frente una mesa escritorio con un ordenador portátil. Al lado se levantaba una estantería enclenque, llena de libros.
En la otra habitación había un viejo catre cubierto por una manta de colores. La escalera seguía hacía arriba, hasta chocar con una trampilla, que según Fran, era la entrada al desván. Me advirtió de que no abriera esa puerta, ya que entre el techo del desván y la pared había un gran agujero y por ahí entraban ratas, búhos y otros animales. Aún no había tenido tiempo de meterle mano a esa zona de la casa, comentó.
La humedad y el frío eran penetrantes, a pesar de que en las habitaciones tenía una estufa de gas para calentarlas.
Dejé mi mochila al lado del catre y bajamos a la zona de la cocina, la estufa de carbón estaba encendida y ya se había caldeado esa zona de la casa, pero aún así, yo percibía un frío que iba más allá de la simple sensación térmica. Había algo en la actitud de ese hombre, que me inquietaba y me atemorizaba.
Sacó una botella de vino, algo de jamón, chorizo, una hogaza de pan y preparó un par de huevos fritos. Como dije antes, no paraba de hablar, así que sin necesidad de preguntarle, me refirió los avatares que le habían llevado a vivir en esa casa.
En un intento de establecer una conversación normal, me contó que había sacado una plaza de funcionario, sin especificar nada más. Unos años después, se sentía harto de la ciudad y de sus habitantes así que se dio a la tarea de buscar un cambio de destino.
Le encantaba Asturias, había escalado en Picos de Europa y en las montañas de Peña Ubiña y se dedicó a buscar la forma de trasladarse a esas tierras. Por suerte se enteró de que había una plaza libre en Candamo y, sin pensarlo dos veces, solicitó el cambio. Pero no estaba dispuesto a vivir en esa población, rodeado de personas que para él resultaban despreciables. Así pues, tras indagar una temporada, se enteró que a veinte kilómetros de Candamo se abría un pequeño valle que daba origen a la zona boscosa de Gutilla y que de este lugar empezaba un sendero que ascendía a la parte más alta de la montaña e iba a dar a una vieja casa abandonada desde hacía más de veinte años. La casa estaba en venta, pero que nadie se interesaba, no solo por su estado de abandono, sino porque se hallaba lejos de cualquier asentamiento humano y el camino solo se podía realizar a pie.
Me llamó la atención, que no paraba de hablar de sí mismo, en ningún momento se interesó por mí.
Cuando por fin pude hablar le pregunté si no echaba de menos a sus padres, a sus amigos, etc… y su respuesta, el tono que empleó y la transformación de su rostro me dejaron petrificada, y me confirmaba que estaba frente a un hombre siniestro.
Según él, acababa de cumplir treinta y seis años, noté que su rostro comenzaba a adquirir un gesto de irascibilidad, los ojos parecían salirse de sus órbitas y el tono grave de su voz me sobrecogía.
“Soy hijo único”, dijo tajantemente. “Pero no estoy unido a mis padres, a pesar de que ellos me adoran y están muy orgullosos de mí y no me extraña, soy el mejor hijo que podían haber tenido, pero yo no siento ningún afecto por ellos, son mayores, necios y muy básicos”, dijo con cierto desprecio y terminó la frase con una carcajada que hizo que se me pusieran los pelos de punta. Su silueta, proyectada por la luz tenue de la lámpara de aceite, se tornaba lúgubre en consonancia con el aspecto de la casa.
”Amigos no tengo” continuó, “la mayoría de las personas que he conocido son idiotas y no merecen la pena. Cuanto más conozco a la humanidad más deseo huir de ella. Por el mismo motivo no tengo novia. Además, porque todas vosotras buscáis lo mismo, un hombre para casarse, tener hijos y toda esa mierda!”, dijo elevando el tono de voz y dando un golpe con el puño cerrado sobre la mesa. Su rostro casi se había desfigurado, las venas de sus ojos se habían enrojecido por la ira… Nuevamente terminó la frase con una risotada casi histérica. Quizás le hacía gracia la perplejidad de mi rostro.
En ese momento me di cuenta que me encontraba ante un sociópata. Él seguía moviendo sus labios, y manoteando, pero yo ya no le escuchaba, sentía que mi corazón iba a saltar de mi pecho. Comenzó a faltarme el aire, la sangre se me había helado en mis venas y estaba aterrorizada. Quería levantarme y salir corriendo, pero no podía moverme, una terrible angustia se apoderó de mí.
De pronto la casa comenzó a girar a mi alrededor, la silueta de ese ser ahora tomaba un cariz diabólico, se acercaba y se alejaba como un espectro a la deriva, me daba la impresión que sus dientes se alargaban y se encogían con las carcajadas que intuía pero que ya no podía oír. Intenté mover los ojos para mirar a mi alrededor, ya no veía la puerta ni la ventana, tan solo las paredes con sus telarañas, que no paraban de girar. Sentí aumentar la presión en mi cabeza y me di cuenta que mi cerebro iba a estallar y en ese justo momento, en un acto de supervivencia, cerré los ojos y solté un grito ensordecedor…
El aire volvió a mis pulmones, me sentía empapada de sudor, abrí los ojos y me hallé ante una profunda oscuridad, poco a poco mi corazón se fue desacelerando y entonces fui consciente de que estaba sentada en mi cama y que todo había sido una horrible pesadilla. Encendí la luz. Vi la carta de Fran sobre la mesilla, la cogí sin siquiera pensarlo y la rompí en mil pedazos junto a las fotografías que me había enviado Laura desde Chile.
Me arropé con las mantas de nuevo, pero ya no apagué la luz.