De pie, frente al ventanal, sosteniendo entre sus manos una taza de café humeante, se encontraba Laura, extasiada observaba caer la lluvia sobre el jardín. A sus pies, se hallaba tumbado su anciano perro Klaus. Cualquiera pensaría que estaba absorta recordando el pasado, pero no era así. Hacía ya muchos años que había enterrado la mayoría de sus recuerdos.
Su madre Jadilla, había nacido en Melilla, procedía de una familia pudiente de origen marroquí, que tenían negocios en la península. Su tía Zaida tres años más pequeña, nació en Granada. Última ciudad en la que residió su familia.
Jadilla, se casó al terminar el bachillerato, con 18 años. Su sueño no era casarse, ella deseaba estudiar medicina. Alfonso era un comerciante sevillano de 35 años, que tenía negocios con el padre de Jadilla y le había echado el ojo a la joven. No la casaron antes, porque en España estaba prohibido el matrimonio con menores de edad. Jadilla era una chica esbelta, de ojos grandes y muy negros. Su piel color canela y sus dientes blancos relucientes.
Alfonso era un hombre delgado, alto, de ojos verdes, muy bien parecido. Cada vez que iba a Granada, le llevaba bonitos regalos a Jadilla. Esta los aceptaba con timidez, casi obligada por su padre.
Al cumplir los 18 años, se frustraron sus deseos de ir a la facultad de medicina, pues su padre le anunció que ya había fecha para la boda. La joven se escondía a llorar por los rincones, pues sabía que nadie acudiría a salvarla. Cuando Alfonso visitó a la familia para anunciar el compromiso, al ver a Jadilla tan seria y cabizbaja, le preguntó que por qué estaba tan triste y ella le contó sus deseos de ir a la facultad de medicina. Él intentó sacarle una sonrisa y le dijo que no se preocupara, que aun estando casada podría estudiar.
Zaida era una niña muy alegre, muy lista y bastante rebelde. Le dolía mucho ver sufrir a su hermana. Se pasaba el día ideando cómo podía ayudar a Jadilla, para que escapara de ese destino inmerecido. Pero su hermana mayor era temerosa y muy sensata, así que echaba por la borda todas las tramas de la inquieta niña.
Se casaron, pero Jadilla no fue a la facultad. Ella era tan guapa y él tan celoso y estricto, que prácticamente la encarceló en una bonita casa llena de lujos. Con el tiempo ella se resigno y se convirtió en una esposa abnegada. Zaida cada vez visitaba menos a su hermana, ya que Alfonso consideraba que no era una buena influencia para su mujer.
Cuando se jubiló el padre de Jadilla, volvió a Marruecos con su mujer. Zaida que estaba a punto de correr la misma suerte que su hermana, había estado ahorrando a escondidas y al cumplir los dieciocho años, se compró un billete de avión y allá que se fue, a Roma. Nadie supo más de ella.
Alfonso y su mujer se trasladaron a vivir a Pamplona por cuestión de negocios. Cuando Jadilla cumplió 23 años, nació Laura. “ Toma Jadilla, tu pequeña” dijo la matrona, en tanto posaba a la recién nacida entre los brazos de su madre. Jadilla la percibió como un bello regalo, contemplaba cada uno de sus rasgos y se prometía en silencio que su hija sería libre de vivir la vida que quisiera.
Laura crecía rápidamente. Jadilla pasaba las horas leyéndole libros y le contaba historias fantásticas donde las niñas se convertían en científicas, en políticas, en directoras de orquesta, etc. Pero nunca en princesas en espera de un príncipe azul. La niña era feliz cuando se encontraba a solas con su madre.
Cuando su padre volvía del trabajo, Laura se escondía en su cuarto. Pues Alfonso era un hombre estricto, huraño, la castigaba continuamente. Apenas la dejaba salir con sus amigas muy de vez en cuando. La tenía amedrentada, le infundía miedo, aunque él pensaba que la actitud asustadiza de su hija, era cuestión de respeto.
A los diecinueve años, Laura ingresó en la Facultad de Filología Hispánica, en la Universidad de Salamanca muy a pesar de su padre, pues él quería que ella se dedicara al negocio o en ultimas que estudiara en una universidad de Navarra. No entendía por qué tenía que irse tan lejos. Gracias a la intervención de Jadilla, la joven pudo elegir.
Laura tenía los ojos grandes, de color verde y forma almendrada, piel color canela, el cabello castaño claro y un poco ondulado y una sonrisa amplia y radiante. Además era una chica tímida y bastante recatada. Su belleza natural llamaba mucho la atención. Su afición más grande era la lectura. Los libros le daban la libertad que su padre le coartaba.
Joaquín, el profesor de lingüística, se enamoró de la joven, nada más verla. Se trataba un hombre de 47 años, de estatura media, delgado, tenía el cabello canoso, pero con muchas entradas, ojos negros. No se había casado nunca. Era un gran catedrático, sabía muchísimo y eso hizo que Laura demostrara mucha admiración por él. A medida que transcurría el curso, profesor y alumna se fueron enfrascando en una relación cada vez más íntima.
Poco antes de la graduación de Laura, sus padres fallecieron en un accidente de tráfico, cuando regresaban en coche de un viaje de negocios. Ese acontecimiento, dejó muy vulnerable y sola a Laura. Joaquín no perdió tiempo en ofrecerle su incondicional apoyo y así fue como la joven terminó viviendo con él.
Joaquín no era mal hombre, pero tenía muchas manías, estricto con el orden y muy celoso de sus cosas, supremamente exigente y muy suyo. Laura intentaba adaptarse, pero no era nada fácil la convivencia con un hombre que siempre había vivido solo.
Algunos años más tarde, después de aprobar unas oposiciones, Laura comenzó a trabajar como profesora de lengua en un instituto. Le encantaba hablar con los adolescentes, ver el brillo en sus ojos, cuando hablaban de sus sueños y de sus locuras. Le gustaba su trabajo, pero sentía que algo le faltaba.
Una mañana, mientras se contemplaba en el espejo, se dio cuenta que sus ojos habían perdido ese brillo que otorgan las ilusiones y recordó la triste mirada de su madre. “Jadilla, la mujer de los sueños rotos”. En ese momento comprendió que esa no era la vida que ella quería. Una vida regida por los estandartes de un hombre, que incluso determinaba que libros debía leer. Una casa en la que no podía cambiar nada de sitio, para que no entrara en cólera su rígido compañero.
¡Cuántas horas estuvo frente al espejo intentando descubrir quién era y qué quería de la vida!… El hecho, es que rompió ese trance tomando una decisión definitiva. Esa misma mañana comenzaban las vacaciones, así que aprovechó para poner en venta la casa de sus padres. Solicitó plaza en un Instituto de Granada, muy cerca de la Sierra y se despidió de Joaquín para siempre.
Encontró una casita muy acogedora con vistas a la montaña y un gran jardín. Adoptó a un cachorro para que le hiciese compañía. Pronto su estudio se convirtió en una gran biblioteca. Cuando no estaba en el Instituto se dedicaba a escribir y a dar largos paseos con Klaus.
Laura se jubiló del Instituto, pero no de la escritura. Sus libros se vendían muy bien y de vez en cuando asistía a eventos como Ferias del Libro. Viajó por muchos países presentando sus obras. Pero lo que más le hacía feliz, era volver a la paz de su hogar con la compañía de su fiel perro y contemplar el paisaje, mientras saboreaba un buen café.